Manifiesto día Mundial de la Acción por los Trastornos Alimentarios
“Mamá, ¿por qué ya no puedo reír ni llorar?” Me pide que, por favor, la deje morir, que ella no quiere seguir viviendo así… Yo le digo: “Cariño, ¡Jamás voy a dejar que te apagues! ¡Te prometo que volverás a vivir!
Así comenzaba mi petición, tras pasar más de 10 horas en Urgencias; un día más, en el que sentí que mi hija se me iba, que su cuerpecito y su mente torturada había llegado a su límite. Su mirada perdida, lo decía todo, abandonadas ambas por un sistema público que debía haber velado por el derecho a su salud; un sistema que debía haberla protegido cuando llamamos a su puerta hace ya más de 10 años, cuando era tan solo una niña, una niña que un día dejó de comer, y perdió esa vitalidad tan maravillosa que tienen nuestros niños; Día tras día, buscando ayuda, desesperadamente para liberarla de ese monstruo que la tenía atrapada, llamado anorexia, que se iba haciendo más y más poderoso. Ayuda, que tras arduos peregrinajes, nunca llegó, porque solo encontramos parches, que en lugar de curar han cronificado una enfermedad devastadora, llevándose su vida por delante, y la de su familia, sumida en un profundo sufrimiento, sin nombre, sin piedad, crudo, ante la mirada horrorizada de una madre que ve cómo su hija se ha consumido, acechando la muerte a cada instante. Y aquel día, lancé un grito en voz alta, para clamar justicia, cansada de callar y de sufrir, una exhortación en búsqueda de un sentido a ese sufrimiento injusto, continuado en el tiempo hasta la extenuación, agonizante ante una situación que podía haberse evitado, una petición de ayuda urgente para que ninguna familia pasara por lo mismo nunca más. En menos de tres meses más de 300.000 personas, alzaron su voz, conmigo; a día de hoy somos más de 400.000 voces clamando justicia a los poderes públicos para que cumplan con su misión fundamental de proteger y cuidar, especialmente y con mimo a su infancia, adolescencia y juventud. Y ese es el sentido de mi lucha, a la que se unieron muchas familias desamparadas, conocedoras de la situación que padecemos en Andalucía. Y ésa es ahora nuestra lucha, la de todos: Garantizar el derecho a la salud de las personas con trastornos alimentarios, y el de sus familias, mediante un tratamiento eficaz en Unidades Especializadas para este fin.
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Las enfermedades relacionadas con los trastornos de la conducta alimentaria afectan a un número, cada vez mayor de personas y cada vez, a edades más tempranas. Estas enfermedades, siendo los casos más conocidos el de la anorexia y la bulimia, son discapacitantes y mortales si no reciben un tratamiento adecuado a tiempo. Estos trastornos suponen la tercera enfermedad
crónica más prevalente en las mujeres adolescentes.
La Organización Mundial de la Salud ha ubicado a los TCA entre las enfermedades mentales de prioridad para los niños y adolescentes dado el riesgo para la salud que implican.
Los trastornos alimentarios afectan a 70 millones de personas en todo el mundo y tienen la tasa de mortalidad más alta de todas las enfermedades mentales. La Asociación Española para el
Estudio de los Trastornos de la Conducta Alimentaria alerta que más de 400.000 personas en España están sufriendo un trastorno de este tipo, y que la edad de inicio ha bajado en torno a los
12-13 años de media.
En Andalucía, la población afectada, directamente, por la enfermedad superaría la cifra de 70.000 personas con anorexia, bulimia u otro TCA, y la población, indirectamente, afectada, sumaría a más de 200.000 personas, contando tan solo el núcleo familiar directo. Y si tenemos en cuenta la población en riesgo de padecer un trastorno alimentario, en estos momentos, la
cifra aumentará todavía más.
Si no se recibe un tratamiento temprano y eficaz, el avance de la enfermedad supone un deterioro irreversible para las propias familias, en las que se producen separaciones, divorcios, hermanos que desarrollan otros problemas de conducta, que abandonan los estudios, bajas laborales continuadas, renuncias al trabajo remunerado y al desarrollo profesional, especialmente, por parte de las madres, tratamientos médicos por depresión y ansiedad, de otros miembros de la familia, economías debilitadas, traslados de domicilio con el consiguiente desarraigo, tratamientos privados con un coste inasumible, familias endeudadas y, en definitiva, familias expuestas a situaciones de extrema vulnerabilidad; consecuencias todas ellas de una enfermedad que no ha recibido el tratamiento adecuado, que hubiera evitado el elevado coste personal, familiar, laboral, social, y económico. Familias completas que han sido olvidadas por quienes tenían la obligación de actuar para prevenir, proteger, y cuidar.
Sin olvidar que más allá del núcleo familiar principal, está toda la familia, amigos, y compañeros que viven con impotencia el dolor de ver a sus seres queridos arrasados por esta enfermedad. En el ámbito escolar, nos encontramos con maestros, profesores, y docentes, que no saben cómo actuar cuando sospechan que algo “raro” le sucede a alguno de sus alumnos/a. Especialmente, resultan afectados los profesionales de la salud, que no cuentan con los recursos necesarios para dar una respuesta eficaz a estos trastornos, y que, en la mayoría de las ocasiones, sufren en primera persona la impotencia de no poder dar el tratamiento necesario a sus pacientes.
Este tratamiento necesario se basa en la atención sanitaria, coordinada, de un equipo multidisciplinar compuesto por psiquiatras, psicólogos clínicos, nutricionistas, endocrinos, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales y personal de enfermería y auxiliar con una formación especializada, debido a todos los ámbitos de la persona que son afectados por la enfermedad.
Los casos más graves requieren una hospitalización completa para luego pasar a un régimen de hospital de día y, posteriormente, consultas ambulatorias. Un circuito asistencial integrado en un espacio diferenciado que atienda de modo específico las necesidades de tratamiento según la fase de la enfermedad y que garantice, por tanto, la integración real y efectiva de la persona en su entorno familiar y social de un modo progresivo que permita la recuperación efectiva y no ficticia de la enfermedad.
Por tanto, las personas, adolescentes y jóvenes, en su mayoría, precisan un tratamiento continuado y con supervisión, para evitar deterioros irreversibles en su estado de salud físico y mental, añadiendo al cuadro diagnóstico principal otros diagnósticos secundarios (comorbilidad) por la cronificación de la misma, sumando enfermedades de salud mental y física que ahondan en la complejidad de la enfermedad siendo su recuperación cada vez más difícil.
Las personas con un trastorno de la conducta alimentaria grave tienen una alta tasa de depresión y suicidio. Hay estudios que nos alertan de que en torno al 20 por ciento de las personas que presentan un cuadro de anorexia o bulimia nerviosa han intentado suicidarse. Estas personas se encuentran, completamente, atrapadas por una enfermedad, que no descansa, que les genera un
profundo y continuo sufrimiento. Muchas no pueden continuar los estudios, ni trabajar. Se separan de la vida de sus “iguales”, pierden el tren de la vida y la sensación de aislamiento social y de falta de valía personal, al no poder desarrollar ningún proyecto de vida real, las lleva a experimentar una profunda sensación de fracaso y de exclusión social.
Es un problema de salud pública, no sólo porque el intervalo de edad y sexo se está ampliando sino por la gravedad y consecuencias que dicha enfermedad conlleva, afectando, en primer término a los menores de edad, momento en el que suele aparecer la enfermedad. Si no podemos prevenir, al menos, estamos obligados a dar una respuesta rápida, a través de la detección precoz y un tratamiento temprano; sobre todo, porque está demostrado clínicamente, y sustentando con evidencias científicas, que un abordaje multidisciplinar y a tiempo en estas Unidades Especializadas, predice un alto índice de éxito en la curación de la misma. Dejar a estas personas sin ese tratamiento es dejarlas morir lentamente con un intenso sufrimiento.
Como sociedad civilizada estamos obligados a proteger a las personas en situaciones de vulnerabilidad y más cuando son nuestros niños y jóvenes, que ven truncada su vida sin justificación alguna que valide este abandono.
Sin embargo, en la actualidad, el acceso a estas Unidades de tratamiento integral, y por tanto, el derecho a la salud, y a una vida digna, depende del lugar de residencia. Siendo efectivo en Comunidades Autónomas como Murcia, Castilla la Mancha, Comunidad Valenciana, Castilla y León, Madrid, Cataluña, Cantabria, o Asturias. Sin embargo, en la autonomía con más población de España, no hay acceso a un tratamiento completo porque no existe a día de hoy, ninguna Unidad Integral. En la práctica, convivimos con sistemas sanitarios, algunos a escasos kilómetros, que conscientes de la gravedad de la enfermedad, cuentan con sus Unidades Especializadas en Trastornos de la Conducta Alimentaria, y que en muchas ocasiones, tienen que atender, tras una ardua batalla por parte de las familias, a pacientes muy graves que son ,derivados, y tienen que esperar a ser atendidos, en situaciones muy extremas, debido a una burocracia que consume el tiempo, a la vez que a la persona enferma.
Resulta, a todas luces, una situación de manifiesta desigualdad territorial el hecho de que, dependiendo del lugar de residencia, se garantice o no el derecho a una vida digna de las personas afectadas por esta enfermedad y de su familia.
Carmen, maestra de profesión, tuvo que dejar su trabajo, y su hogar en un pueblo de Almería, para buscar ayuda para su hija, en un centro privado de Sevilla; casi cuatro mil euros mensuales,
más todos los gastos derivados de su nueva residencia. El matrimonio no pudo soportar la presión de la situación, y se separaron. Carmen tuvo que volver con su hija sin recuperar, porque, finalmente, no pudo hacer frente a todos esos gastos.
Rocío y Manuel, tampoco encontraron los recursos necesarios para poder enfrentarse a la enfermedad de su única hija, a pesar de vivir en la capital de Andalucía. A día hoy, son un familia separada, y con una hija mayor de 30 años y una discapacidad de casi el 80 por cierto, a causa de la enfermedad. Tras varios intentos fallidos de traslados, y derivaciones, la situación de
deterioro físico y mental de la familia empieza a mostrar su peor cara.
Antonio, y Francisca, padres de dos hijos, residentes en un pueblo de Córdoba, viven con angustia, los ingresos y reingresos continuos de su hija en la Unidad de Agudos de Psiquiatría. Cuando deciden darle el alta, sin estar recuperada, sus visitas a Urgencias son diarias. La madre se encuentra en tratamiento por ansiedad y depresión.
Javier, padre una niña de 13 años, de Málaga, vive junto a su mujer y su otro hijo, la impotencia, de ver como su hija pequeña es sondada en una planta de hospital no especializada, para darle el alta, y volver a necesitar ingreso en una semana porque la pequeña no puede comer. La enfermedad empieza su camino hacia la cronificación por falta de un tratamiento adecuado.
María, a pesar de estar enferma desde hace más de 20 años, logró en un momento de su vida, formar su propia familia en Granada. Ahora, su hija pequeña, ve cómo a su madre le dan taquicardias en mitad de la calle, cuando salen a pasear o a comprar. Su hija es muy pequeña y aún, no entiende nada más que su madre está muy malita. Su abuela, también está malita, el sufrimiento intenso de tantos años, viendo a su hija consumirse, la ha consumido a ella también, y a sus casi 70 años, le invade un intenso miedo, no a morir, sino a algo peor: dejar a su hija, y a su nieta, en esa situación, un temor, que no obedece a fantasmas sino a la realidad, y que no la deja descansar persiguiéndola en un insomnio infinito.
Son situaciones reales de familias andaluzas que ilustran el desamparo, y las consecuencias de una enfermedad que si recibe el tratamiento necesario a tiempo tiene solución.
Por todo lo expuesto, manifestamos la necesidad de abogar juntos por:
- La implementación y consolidación de Unidades Especializadas en Andalucía para el tratamiento multidisciplinar necesario, que atiendan a la demanda real, y potencial, de una forma efectiva y se eviten los elevados costes asociados a la cronificación de la enfermedad.
- Una economía basada en los cuidados, en la que el imperativo ético que guíe la actuación de los poderes públicos sea el cuidado, especialmente, de la infancia y adolescencia, interviniendo especialmente, en el cuidado de la salud física y mental, como factores protectores, y preventivos para un desarrollo sano, y completo de la personalidad.
- Unas políticas públicas reparadoras y rehabilitadoras, que se hagan cargo, de aquello que no pudieron prevenir, para integrar a todas las personas afectadas por la enfermedad, directa e indirectamente, en un sistema de cuidados continuo, en la vida social, familiar, laboral, y cultural como sujetos de plenos derechos, en un marco que garantice su ejercicio real y efectivo, para disfrutar de una vida digna.
- Medidas urgentes para actuar frente a las consecuencias en la salud mental, que la pandemia ha ocasionado, generando graves secuelas, y predisposición a padecer, entre otras patologías, trastornos de la conducta alimentaria, en los que todas las voces autorizadas están alertando del aumento tanto de casos nuevos, como de cuadros más
graves. - Actuaciones para concienciar a todos los sectores implicados de las graves consecuencias de los trastornos alimentarios, dando las herramientas necesarias para prevenir, detectar, y tratar a tiempo.
- En definitiva, articular las políticas necesarias para garantizar un abordaje integral de los trastornos alimentarios, en todas las dimensiones afectadas, que incluya a las familias, y que implique a toda la sociedad, haciéndonos corresponsables de la atenta vigilancia a la salud pública como máximo indicador del bienestar colectivo.
¡LOS TCA NO PUEDEN ESPERAR! EL TIEMPO CORRE EN SU CONTRA.